Llevas un buen rato dándole vueltas a la cucharilla dentro de la taza de café, que debe de estar ya frío considerando el tiempo que hace que te lo sirvieron. Algo te preocupa, a juzgar por la expresión grave de tu rostro y por el mutismo feroz en el que te has enclaustrado. No imagino qué puede ser pero mi paciencia dará finalmente sus frutos, porque igual que haces siempre, acabarás contándomelo; a fin de cuentas, eso es lo que hacemos cada vez que encontramos un momento para intercambiar ideas y para consolidar una amistad que ya dura años y que nada hace prever que pueda terminar, porque siempre hallamos un punto de equilibrio en las tiranteces que inevitablemente se producen cuando las opiniones son distintas, y las nuestras, pese a que generalmente coincidimos en las posturas, también transitan en ocasiones por el borde del precipicio de las diferencias.
Absolutamente pendiente de todos tus gestos, intento desmenuzar en mi mente todo aquello que pueda ser el desencadenante de lo que te mantiene completamente abstraído.
– Ya no queda azúcar que remover y el café estará frío… ¿Pido unos cubitos de hielo? –Incapaz por más tiempo de permanecer indiferente, decido reiniciar la conversación desde hace bastantes minutos congelada poniendo una pizca de ironía por si con eso vuelves a la realidad en que nos encontramos—.
– No, no… Está bien así… –Lo dices como si no hubieras percibido el verdadero sentido del comentario—.
Mas como reanudas el gesto de volver a concentrarte en la taza, decido no concederte ni un segundo más de tregua.
– ¿Qué te preocupa tanto? –Te lanzo la pregunta mientras observo con atención el más nimio de tus gestos—.
– ¿Cómo podemos llegar a ser tan estúpidos los seres humanos?
Tu reacción me deja tan frío como el café que aún no has probado. Lo has dicho como sin fuerzas, desfallecido, vencido por un pesar que no alcanzo a comprender y que aplasta tus hombros caídos con una fuerza más pesada que la de la gravedad.
– ¿No te entiendo? ¿A qué te refieres?
– ¿Qué acontecimiento lúdico, por mucho que lo sea, puede justificar que una treintena de personas decidan cruzar la vía del tren por no esperar a cruzar por un paso subterráneo?
Ahora puedo saber a qué me enfrento. Y yo tampoco lo he asimilado.
Que un grupo tan numeroso bajase del tren en Castelldefels y cruzara en tromba las vías para llegar a la playa, donde se iba a realizar un acontecimiento festivo con motivo de la verbena de San Juan, me tiene absolutamente atónito.
– Lo cierto es que yo también me lo he preguntado. Y no tengo la respuesta. Creo que nadie la tiene, pero al parecer el paso subterráneo estaba colapsado por el número de personas que se dirigían al mismo lugar.
– ¿Y qué pasa, que no podían aguardar su turno como en cualquier cola? Todos eran, en su mayor parte, de origen sudamericano. ¿Cuántas veces habrán tenido que aguardar durante horas a la puerta de una comisaría para regular su situación legal en España?
– Sí. Estoy de acuerdo. No huían de un incendio por la única vía de escape, sino que iban a celebrar una fiesta. Solo hubieran tardado unos minutos en cruzar, porque frente a todo lo que se ha dicho, el pasadizo es de casi 3 metros y medio de ancho y caben 8 personas en paralelo.
Imagen publicada por El País
– ¿Y eso de intentar justificar tal imprudencia alegando que no sabían que había un paso bajo las vías…? ¿Alguien piensa en serio que en este país se construiría un apeadero de tren y se obligaría a la gente a cruzar por los rieles, salvando dos andenes de 80 cm de altura cada uno? Aquí se hacen muchas cosas mal, ¡pero esa no es una de ellas!
El puñetazo en la mesa mientras explota al fin toda tu rabia contenida, hace que los ocupantes de las mesas cercanas suspendan sus conversaciones y fijen toda su atención en nosotros, al tiempo que tras la barra, el camarero se prepare por si tiene que intervenir.
Más calmado tras el estallido, ajeno por completo al interés que has despertado en la concurrencia, mueves la cabeza de lado a lado intentando desechar la ira que amenaza con provocarte un colapso arterial.
Poco a poco, nuestros vecinos vuelven a sus asuntos y el barman prosigue con su labor de limpiar y ordenar los anaqueles repletos de botellas llenas y vasos vacíos, mientras de vez en cuando nos lanzan de reojo una mirada previsora.
Entiendo tu enfado, que no es menor que el mío. He podido leer y escuchar que se achacaba la imprudencia al hecho de que el paso elevado estuviera cerrado… Pero alguien desconocido (seguramente un vecino) apuntaba que se hizo para evitar que se produzcan suicidios, ¡qué manía tiene la gente por quitarse la vida arrojándose a la vía del tren! o que algunos gamberros aprovechen la altura para tirar petardos a los viajeros. Sea como fuere, la imprudencia colectiva ha causado uno de los accidentes ferroviarios más graves registrados en España.
De regreso de las revueltas reflexiones a que te habías entregado, echas para atrás la espalda y con gesto cansado me diriges una mirada interrogante.
– Tampoco yo lo entiendo —te digo, por decir algo—, pero lo cierto es que todos debemos de llevar un gen defectuoso que nos impulsa a jugarnos la vida cuando estamos aburridos de ella… Como si quisiéramos echarle un reto al tren que no puede ser otra cosa que un reto a la muerte.
– Un gen defectuoso… –Repites mis palabras como si las estuvieras masticando— Algo de eso debe de haber circulando en nuestra sangre, porque de otra manera no lo comprendo. ¿Te acuerdas de las imágenes que veíamos hace unos días de aquellos chicos que se tendían entre las vías y dejaban que el tren pasara sobre ellos?
– El mero recuerdo me sacude el cuerpo con un escalofrío y aunque sean episodios diferentes, distintos comportamientos humanos, no dejan de tener en común la apatía y hasta el desprecio por uno de los mayores cometidos que debiéramos tener: el de la salvaguarda de nuestra integridad y el respeto y la conmiseración por aquellos que sufren por nosotros cuando la perdemos.
Me pregunto si esas fotos que vimos reflejan un acto de valentía o de locura.
– ¿Te enteraste de que apenas 36 horas después de la tragedia de Castelldefels, una mujer cruzaba las vías por el mismo punto del accidente? —Tu comentario me recuerda la indignación que me asaltó cuando leí la noticia—.
– Sí. Y al ser reprendida por los vigilantes que le pidieron que se identificara dijo no saber que no se podía cruzar y se negó a facilitar su identificación…
– …Hasta que retenida por los vigilantes, tuvo que hacerlo ante los Mossos d’Esquadra… —remachas un tanto borde— Parece que los turistas que nos visitan conocen nuestras leyes y sus derechos mejor que nosotros.
– ¡Calla! Pues ya que estaba informada de no estar obligada a identificarse ante los vigilantes, se la debe de suponer al tanto también de que el artículo 64 de ley ferroviaria de Cataluña dispone que cruzar las vías fuera de los lugares habilitados es una infracción grave multada con entre 6.000 y 30.000 euros… Y ya que la ley lo dispone, que se aplique. Con todo su rigor. Porque debemos recordar además, que el desconocimiento de las leyes no nos exime de su cumplimiento y eso debe valer tanto para nosotros, como para nuestros visitantes… Que parece que antes de venir se leen hasta nuestra Constitución —confieso que lo he dicho con todas mis ganas; ojalá se llevara a la práctica, pero no lo tengo muy claro—.
Tuerces la boca en una mueca que no se cómo catalogar y te adentras de nuevo en un pozo de silencio del que sales unos minutos después con una sentencia firme.
– No hay nada que pueda justificar la insensatez de esas personas que cruzaron las vías. Ninguna verbena merece que le entreguemos nuestra vida a la muerte. Lo que aguardaba a toda esa gente al otro lado, no valía el dolor imperecedero de sus familias, que no dejarán de llorar mientras vivan. Guardemos, amigo mío, un minuto de silencio por toda esa gente que llora tanta estupidez y alegrémonos de que el tren no descarrilara originando una tragedia mayor.
Al instante cesan todos los murmullos de la gente que nos rodea, que incapaces de olvidarse de nosotros tras el golpe en la mesa, han seguido al punto lo que hablábamos y deciden sumarse a ese silencio implorante de que al fin, igual que algunos de nuestros genes mutan y emprenden una guerra contra ellos mismos, masacrándose, ese otro que ya debe de nacer defectuoso mute también y encienda al fin la mecha de la cordura, que ojalá explote un día que nosotros podamos ver y celebrar… En este café o en cualquier otro… Ante un café caliente o frío.
¡Qué más da, mientras seamos afortunados por poderlo contar!
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